Uno de los aspectos más fascinantes de la cultura occidental es la capacidad que tienen nuestros intelectuales para, a partir de unas frases sugestivas, crear una doctrina filosófica que pretende interpretar la realidad. Se alcanzan con gran facilidad tales niveles de abstracción que la realidad misma deja de ser reconocible y nada tiene que ver con lo allí se dice. Pasamos de creer que todo debe entenderse como una estructura para pasar a deconstruirla, para después intentar aprenderla mediante el constructivismo cognitivo. No estoy muy seguro de que haya algo detrás de esta jerga de sabihondos.
No sé si todo empezó hace más de cien años, cuando un gran filósofo alemán que, por cierto, se murió loco, anunció la muerte de Dios. Dios ha muerto. Qué buena frase. Sugiere la soledad cósmica para el ser humano y una vida de incertezas éticas. Lo cierto sin embargo es que, a estas alturas, Dios parece estar vivito y coleando para miles de millones de personas: los musulmanes exaltados que sueñan con volar los rascacielos, los judíos que practican tiro al blanco sobre los niños palestinos, o los cristianos de América que predican poner la otra mejilla con un arsenal en el armario son sólo la parte exaltada de una humanidad que aún se refugia en innumerables sectas, religiones, cultos esotéricos y supersticiones varias. Otro gran filósofo se hizo famoso por defender el liberalismo hablando de la sociedad abierta, cuando en las sociedades liberales las leyes de inmigración son cada vez más restrictivas y se alzan muros en Ceuta y en Arizona para cerrar el paso a los más desfavorecidos. Es sólo una de las bellas ironías de la historia que este filósofo fuera de origen judío, y que el muro más vergonzoso de la tierra se levante para blindar el terreno que Israel ha robado y sigue robando a los palestinos.
Mientras tanto, la nueva izquierda se dedica a hacer lo mismo que la vieja derecha y en estos tiempos de perplejidad se ha anunciado a bombo y platillo el fin de la historia, aunque se caigan las Torres Gemelas y se produzcan revoluciones en los países árabes.
Una modernidad ¿líquida? Bueno, hay que reconocer que como metáfora no está mal para describir un mundo en cambio permanente. El mundo se halla en un estado de movimiento vertiginoso y nada que provenga de la experiencia puede garantizar el éxito en un entorno competitivo y hostil. Para vivir de acuerdo con el espíritu de la época sólo queda la capacidad de adaptarse de manera similar a como un líquido adopta la forma de su recipiente, la disposición a abandonar todos los valores, enseñanzas y actitudes aprendidos en el estado premoderno sólido. Puede ser un tema muy interesante para un par de tertulias de café. Sin embargo:
- - No se le puede decir a los cinco millones de parados que hay en España que son poco flexibles ante las exigencias multiformes del mercado.
- - No se le puede decir a los niños que trabajan catorce horas al día haciendo deportivos para los adolescentes occidentales que vivimos en una época post-industrial, una sociedad no de producción, sino de consumo.
- - No se le puede decir a un médico europeo vacunando a un niño en Ruanda que vivimos en un mundo de perplejidad sin valores definidos.
- - No se le puede decir a un preso de conciencia que su lucha por la dignidad es algo caduco y que no se da cuenta, pero vive en el pasado.
Y podría seguir enumerando situaciones reales de personas reales para las que los razonamientos que sustentan la modernidad líquida son absolutamente irrelevantes. Y si lo son para ellos, también lo son para mí. En realidad, para mí son los desatinos de una sociedad burguesa en decadencia.
Las teorías posmodernas son como la cocina posmoderna: un pegote multicolor en una esquina de un plato cuadrado. Pero comer..., ah, eso es otra cosa. La comida verdadera se sirve en plato redondo. Y lleno.
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